
Según las estadísticas oficiales la Unión Soviética hizo 2.388.000 prisioneros de guerra alemanes entre 1941 y 1945. Otros 1.097.000 de otros países europeos del Eje. Italianos, rumanos, húngaros y austriacos mayoritariamente y cerca de 600.000 japoneses. En el momento del armisticio la cifra superaba los cuatro millones. Esa cifra no incluye a los civiles que de modo arbitrario, a voluntad de los comisarios políticos, fueron capturados y llevados al Gulag. Sólo en Budapest, por ejemplo, fueron arrestados 75.000 civiles. El ejército soviético conducía a los soldados capturados a los campos a la intemperie, como si fuesen ganado, sin comida y sin medicinas, cuando no eran ejecutados sin más. Allí morían como moscas, de hambre, enfermedad o heridas no curadas. A principios de 1943 la tasa de mortalidad entre los prisioneros de guerra estaba en torno al 60 %.
La contrapartida fueron los más de 5.500.00 ciudadanos soviéticos que en 1945 se hallaban fuera de la URSS. Soldados capturados en campos de prisioneros de guerra nazis, soldados en campos de trabajo esclavo, soldados soviéticos que habían luchado contra el ejército soviético, bajo el mando de Andrei Vlasov. En la conferencia de Yalta se tomó la decisión indigna de obligar a todos los ciudadanos soviéticos a volver a su país. La mayor parte acabaron en el Gulag. Una de las historias más feas de ese periodo fue la orden dada por Churchill de repatriar a más de 20.000 cosacos, con mujeres y niños incluidos, desde Austria. Los británicos los engañaron con estratagemas o les forzaron con bayonetas y golpes a subir a trenes para llevarlos a la URSS. Las mujeres lanzaban a sus hijos desde los puentes y después saltaban ellas. Sabían lo que les esperaba. Esa historia la cuenta Claudio Magris en Conjeturas de un sable.
