Esa mirada tan fija de los ojos claros que lo ha desafiado en el retrato de Friedrich pintado por su amigo Von Kügelgen, una mirada de halcón o de águila acentuada por el ceño, el vuelo de las cejas, la nariz ganchuda.
De niño había visto ahogarse a su hermano, hundiéndose al romperse el hielo en el que los dos patinaban. La celebridad modesta de la que había disfrutado se disipó del todo en los años de su vejez, ensombrecidos por la enfermedad y la pobreza. Se volvió más huraño. Se habituó a dar largas caminatas que empezaban al atardecer y duraban toda la noche.
Friedrich se detiene a dibujar rápidamente una vista desde una posición elevada y el bosque se ondula sin límites hacia el horizonte; dibuja unas casas de labranza junto a un arroyo o las ruinas de una abadía y tan sólo a unos pasos se cierra la gran arboleda que está siempre como avanzando sobre el claro abierto tan precariamente en ella por el esfuerzo humano.
Cada árbol aislado irradia a la vez majestad y amenaza. Un roble seco se retuerce hacia arriba como un gigante malherido. Un gran abeto es un inmenso templo pagano frente al cual una cruz erigida para alivio y guía de los caminantes ofrece una dudosa protección. En una hoja del cuaderno, con una pluma muy fina, con un lápiz de punta afilada casi hasta quebrarse, dibuja con extremo cuidado un árbol y junto a él otro árbol y otro y otro más, y parece que la mano actúa más rápido a cada momento y que los árboles llenan horizontalmente el papel como un ejército que se aproxima, el ejército alucinante de árboles que Macbeth veía avanzar hacia su castillo.
El acompañamiento de las canciones de Schubert en el Viaje de Invierno, que están compuestas en esa época tardía en la vida de Friedrich, me sirve para imaginar el ritmo obstinado de sus pasos, igual que sus dibujos me ayudan a escuchar esas canciones en las que un hombre ha salido de una casa en la que nadie extrañará su ausencia cerrando la puerta tras él y aventurándose por los caminos invernales, embozado contra el frío, sin más compañía que su sombra. Quizás Schubert y Friedrich nos conmueven tanto porque apelan por igual a una sensación de desamparo y asombro ante la naturaleza que fue la que nos transmitieron los cuentos antiguos, en los que está inscrita la memoria de los grandes bosques extinguidos de Europa.