jueves, 30 de diciembre de 2010

Madre Jerónima de la Fuente, de Velázquez

Madre Jerónima de la Fuente, en Riña de gatos, Madrid, 1936.


Aunque el cuadro es relativamente grande, la monja parece diminuta, como si el paso de los años, el ascetismo y la experiencia le hubieran encogido el físico sin hacer mella en la energía de su carácter. Tiene la mirada fatigada, los párpados pesados, ligeramente enrojecidos, la boca contraída en un rictus voluntarioso. En una mano huesuda, surcada de venas, sostiene un libro; con la otra empuña un crucifijo muy glande. Ha desviado un instante los ojos de la imagen de Jesús crucificado para fijarlos fugazmente en el hombre que la está pintando y luego, por los siglos venideros, en quienquiera que se detenga a contemplar el cuadro. Su aspecto es severo, pero su mirada es piadosa y comprensiva.
En Madrid hay dos retratos idénticos, los dos atribuidos a Velázquez. Éste es el mejor; el otro está en una colección privada. Los dos están presididos por un lema, oscurecido por el paso del tiempo, pero fácilmente legible: Bonum Est Pretolare Cum Silentio Salutare Dei. Significa «Es buena cosa esperar de Dios la salvación en silencio.» El otro retrato lleva, además, un gallardete con otro lema que no recuerdo entero, pero que viene a decir «Su gloria será mi única satisfacción.»

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Diego Acedo, el Primo y Francisco Lezcano

Diego Acedo, el Primo y Francisco Lezcano, de Velázquez, en Riña de gatos, Madrid, 1936.


Diego de Acedo, apodado El Primo, y Francisco Lezcano habrían gozado en este mundo de un rango igual o inferior al de los perros si Velázquez no los hubiera hecho entrar en la inmortalidad por la puerta grande. Acedo y Lezcano eran dos enanos adscritos al nutrido elenco de bufones de la corte de Felipe IV. Los cuadros en que aparecen son grandes, de un metro de alto por ochenta y cinco centímetros de ancho. Los retratos de las infantas Margarita y María Teresa miden lo mismo. Y también es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica. Obviamente Lezcano padece idiocia; probablemente Acedo también. A pesar de sus escasas luces, o quizá para resaltar el hecho, los dos bufones hacen cosas que requieren un mínimo de inteligencia y de aprendizaje, dos cualidades de las que carecen: El Primo sostiene un libro abierto casi tan voluminoso como él mismo; Lezcano coge un mazo de cartas como si fuera a repartir juego. La página abierta del libro de Acedo parece escrita e incluso ilustrada, pero sólo es un truco habitual en Velázquez: vistos de cerca, letra y dibujo sólo son una mancha uniforme. Lo mismo ocurre con la baraja. Los bufones ocupan la mayor parte del lienzo; a la derecha de cada composición se ve el esbozo de la sierra de Guadarrama; la lejanía de las montañas y la ausencia de otros referentes sitúa a los enanos en el campo; la luz, a una hora tardía; el conjunto sugiere abandono. La majestad de las cumbres al fondo y, en primer plano, el paradigma de la pequeñez y el desvalimiento.


Los enanos no contestan. Miran hacia delante, pero no al espectador, sino a otra cosa, seguramente al propio Velázquez que los está pintando, quizás al infinito. Esta indiferencia no sorprende a Anthony, que no esperaba más. Para él los enanos representan al pueblo de Madrid, compañeros mudos en un viaje al abismo.

martes, 28 de diciembre de 2010

La venus del espejo de Velázquez

La venus del espejo de Velázquez en Riña de gatos, Madrid, 1936, de Eduardo Mendoza:


Los pintores españoles de la época conocían la técnica del desnudo, pero en la España de la contrarreforma, sólo la aplicaban a la anatomía masculina: escenas de martirio e innumerables crucifixiones y descendimientos. En este sentido, como en tantos otros, Velázquez tuvo una situación privilegiada: como cortesano recibió encargos privados y pudo ejercitar su arte en todos los géneros, incluido el mitológico: El triunfo de Baco, La fragua de Vulcano y unos cuantos más. Entre ellos, Venus y Cupido, que hoy está en la National Gallery de Londres y que es el primer desnudo de la pintura española y durante mucho tiempo el único.
En la década de 1640 a 1650, Velázquez había alcanzado la cúspide de su fama —prosiguió, tratando de imprimir a su voz un tono neutro— y al margen de sus obligaciones como pintor de la corte, recibía y aceptaba encargos de importantes personalidades de la nobleza y del clero. Uno de estos clientes fue don Gaspar Gómez de Haro, hijo del marqués del Carpio, que sucedió al conde duque de Olivares como valido de Felipe IV.

Don Gaspar era un hombre muy poderoso y un apasionado coleccionista de arte, y que encargó a Velázquez una pintura de tema mitológico: una Venus desnuda a la manera de Tiziano. Pese a lo insólito del encargo, Velázquez acometió la empresa con evidente gusto, a juzgar por el resultado. Cuando el cuadro estuvo listo, don Gaspar lo guardó prudentemente en su palacio y nadie lo vio hasta muchos años más tarde, cuando todos los protagonistas de esta historia ya habían muerto.

Don Gaspar Gómez de Haro no sólo era un entendido en arte, sino un hombre de costumbres licenciosas. Su personalidad estaba más cerca de donjuán Tenorio que de San Juan de la Cruz, por decirlo suavemente. Tal vez esta flaqueza le llevó a encargar a Velázquez una pintura incompatible con la moral de su tiempo. En cualquier caso, la pregunta es ésta: ¿quién es la mujer del cuadro? ¿Utilizó Velázquez una modelo cualquiera, posiblemente una prostituta, para representar a Venus, o la modelo fue, como dicen algunos, una de las amantes de don Gaspar, cuyas formas éste quería perpetuar en la tela? ¿Y si, como han sugerido algunos, la mujer del retrato no es otra que la propia esposa de don Gaspar? Los defensores de esta tesis alegan, a modo de prueba, que las facciones de la Venus del cuadro, reflejadas en el espejo que sostiene Cupido, fueron deliberadamente veladas por el pintor para evitar cualquier identificación, cosa innecesaria de haberse tratado de una simple meretriz.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Retrato de Felipe IV de Velázquez

El retrato de Felipe IV de Velázquez en Riña de Gatos, 1936, de Eduardo Mendoza


El rótulo dice: Retrato de Felipe TV en castaño y plata; para los entendidos, Silver Philip. El retrato muestra a un hombre joven, de rasgos nobles pero no agraciados, la cara enmarcada en largos bucles dorados, la mirada vigilante y preocupada de quien se esfuerza por mostrar grandeza cuando lo que siente es miedo. El destino ha puesto una pesada carga sobre unas espaldas débiles e inexpertas. Felipe IV viste jubón y calzones de color marrón con profusos bordados en plata. De ahí el nombre y el sobrenombre con que se conoce la obra. Una mano enguantada reposa con gesto gallardo en el pomo de la espada; en la otra sostiene un papel plegado en el que figura el nombre del retratista: Diego de Silva. Velázquez había llegado en 1622 a Madrid en la estela de su compatriota el conde duque de Olivares, un año después de la ascensión al trono de Felipe IV. Velázquez tenía veinticuatro años, seis más que el Rey, y poseía una técnica pictórica apreciable, pero todavía con resabios provincianos. Al ver las obras del aspirante a pintor de corte, Felipe IV, que era lerdo para asuntos de Estado pero no para el arte, se dio cuenta de que estaba delante de un genio y, sin hacer caso de la oposición de los expertos, decidió confiar su imagen y la de su familia a aquel joven indolente y audaz, de insultante modernidad. Al hacerlo entró en la Historia por la puerta grande. Tal vez entre los dos hombres hubo un trato regido únicamente por la etiqueta palaciega. Pero en el intrincado mundo de las intrigas cortesanas, nunca flaqueó el apoyo del Rey a su pintor favorito. Ambos compartieron décadas de soledad, de destinos cruzados. Los dioses habían concedido a Felipe IV todo el poder imaginable, pero a él sólo le interesaba el arte. Velázquez había recibido el don de ser uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, pero él sólo anhelaba un poco de poder. Al final los dos vieron realizados sus deseos. 

Felipe IV dejó a su muerte un país arruinado, un Imperio en descomposición y un heredero enfermo predestinado a liquidar la dinastía de los Habsburgo, pero legó a España la más extraordinaria pinacoteca del mundo. Velázquez subordinó el arte a su afán por medrar en la corte sin más credenciales que su talento. Pintó poco y a desgana, para obedecer y complacer al Rey, sin más finalidad que merecer el ascenso social. Al final de su vida obtuvo el ansiado blasón.

En la misma sala, en el mismo paño de pared, a pocos metros del magnífico cuadro, hay otro retrato de Felipe IV, también de Velázquez. Entre uno y otro median treinta años. El primer cuadro mide casi dos metros de alto por uno y pico de ancho y representa al monarca de cuerpo entero; el segundo mide apenas medio metro de lado y sólo representa la cabeza sobre fondo negro, el jubón, apenas esbozado. Naturalmente, las facciones son las mismas en ambos cuadros, pero en éste la tez es pálida y mate, hay una cierta flaccidez en las mejillas y la papada, y bolsas bajo unos ojos tristes, de mirada apagada.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Menipo y Esopo de Velázquez

Menipo y Esopo de Velázquez en Riña de gatos de Eduardo Mendoza:


Iba a ver Las hilanderas, pero al pasar por delante de Menipo se detuvo en seco, conminado por la mirada de aquel personaje, mitad filósofo, mitad granuja. Siempre le había parecido extraña la elección del asunto por parte de Velázquez. En 1640 Velázquez pintó dos retratos, Menipo y Esopo, destinados competir en el favor del rey con dos retratos muy parecidos de Pedro Pablo Rubens, a la sazón en Madrid. Rubens pintó a Demócrito y a Heráclito, dos filósofos griegos de fama universal. Por el contrario, Velázquez eligió dos personajes de escasa relevancia, uno de ellos casi desconocido. Esopo era un fabulista y Menipo un filósofo cínico del que nada seguro ha llegado hasta nosotros, salvo lo que cuentan Luciano de Samosata y Diógenes Laercio. Según éstos, Menipo nació esclavo y se afilió a la secta de los cínicos, ganó mucho dinero por métodos de dudosa rectitud y en Tebas perdió cuanto tenía. La leyenda refiere que ascendió al Olimpo y descendió al Hades y en los dos lugares encontró lo mismo: corrupción, engaño y vileza. Velázquez lo pinta como un hombre enjuto, entrado en años, pero todavía lleno de energía, vestido de harapos, sin hogar ni posesiones materiales y sin más recursos que su inteligencia y su serenidad frente a las adversidades.


Esopo, su pareja pictórica, sostiene un grueso libro en la mano derecha, en el que sin duda están escritas sus célebres aunque humildes fábulas. A Menipo también le acompaña un libro, pero está en el suelo, abierto y con una página rasgada, como si todo cuanto se hubiese escrito careciera de interés. ¿Qué habría querido decir Velázquez al elegir este personaje evanescente, siempre en camino hacia ninguna meta, salvo el incesante y reiterado desengaño? En aquellos años Velázquez era justamente lo contrario: un joven artista en busca del reconocimiento artístico y, sobre todo, del encumbramiento social. Tal vez pintó a Menipo como advertencia, para recordarse a sí mismo que al final del camino hacia la cumbre no nos espera la gloria, sino el desencanto.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

La muerte de Acteón, de Tiziano

Eduardo Mendoza, Riña de gatos, Madrid, 1936:


Al quedarse solo Anthony pasó revista a los cuadros que colgaban de las paredes. La mayoría eran escenas de caza, entre las que una llamó poderosamente su atención. La muerte de Acteón pasa por ser una de las más importantes obras de madurez de Tiziano. El cuadro que ahora contemplaba era una hermosa copia del original, que Anthony nunca había tenido ocasión de contemplar, aunque había visto muchas láminas y había leído lo suficiente como para reconocer la obra de inmediato. El asunto provenía de varias fuentes, aunque la más conocida era Las Metamorfosis de Ovidio. Yendo de caza con unos amigos, Acteón se extravía y vagando por el bosque sorprende a Diana cuando ésta se ha despojado de su ropa para bañarse en un estanque. Irritada, la diosa transforma a Acteón en ciervo y es despedazado por sus propios perros. Sin que parezca relevante, Ovidio da el nombre de todos los perros que integraban la jauría de Acteón, y en varios casos el de sus progenitores, indica su procedencia y enumera sus cualidades. La acumulación de detalles acaba por hacer más angustiosa una matanza en la que todos los participantes se conocen, pero no se reconocen ni se pueden comunicar. Cuenta Ovidio que los primeros en dar alcance a su amo convertido en ciervo son dos perros que iban a la zaga pero habían tomado un atajo. De este suceso luctuoso, dice el poeta, no se debe culpar a nadie, porque no es un crimen haber equivocado el camino. Otras versiones dicen que Acteón había querido seducir a la diosa, de palabra o por la fuerza. Otras minimizan la causa: nadie puede avistar una divinidad, con o sin ropa, y salir indemne. Tiziano representa la escena de un modo incoherente: Diana todavía conserva su ropa y en vez de maldecir a Acteón parece como si se dispusiera a lanzarle una flecha o se la hubiera lanzado ya; la transformación del desdichado cazador no ha hecho más que empezar: todavía conserva su cuerpo de hombre, pero le ha salido una cabeza de ciervo desproporcionadamente pequeña; esto no impide que los perros ya le ataquen con la ferocidad que habrían puesto en una pieza de caza ordinaria, aunque en rigor deberían haber reconocido el olor de su amo. A primera vista, estos fallos podrían atribuirse a la precipitación o la desgana del artista ante una obra de encargo. Tiziano, sin embargo, la pintó al final de su vida y en su ejecución invirtió más de diez años. A su muerte, el cuadro todavía estaba en poder del pintor. Pasó por varias manos y recorrió varios países hasta acabar en una colección privada en Inglaterra. La copia que ahora examinaba Anthony tenía un tamaño algo menor que el original y había sido hecha, según pudo colegir, a finales del siglo XIX, por un copista competente. Cómo había llegado hasta el vestíbulo de aquel palacete madrileño era una incógnita que trataba de resolver cuando le interrumpió una voz a sus espaldas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Don Juan de Austria, de Velázquez

Eduardo Mendoza, Riña de gatos, Madrid, 1936:


Anthony Whitelands no viene con intención de escribir nada, sino como un peregrino que acude al lugar donde se honra al santo, a implorar su protección. Con este vago sentimiento, se detiene delante de un cuadro, busca la distancia adecuada, se limpia las gafas y lo mira inmóvil, casi sin respirar.

   Velázquez pintó el retrato de Don Juan de Austria a la misma edad que ahora tiene el inglés que lo contempla sobrecogido. En su día formaba parte de una colección de bufones y enanos destinada a adornar las estancias reales. Que alguien pudiera encargar a un gran artista los retratos de estos seres patéticos para luego convertir los cuadros en objeto preeminente de decoración puede resultar chocante en la actualidad, pero no debía de serlo entonces y, en definitiva, lo importante es que el extraño capricho del Rey dio origen a estas obras tremendas.
 


   A diferencia de sus compañeros de colección, el individuo apodado Don Juan de Austria no tenía empleo fijo en la corte. Era un bufón a tiempo parcial, contratado ocasionalmente para suplir una ausencia temporal o para reforzar la plantilla de enfermos, idiotas y dementes que divertían al Rey y a sus acompañantes. Los archivos no conservan su nombre, sólo su mote extravagante. Equipararlo al más grande militar de los ejércitos imperiales e hijo natural de Carlos V debía de formar parte del chiste. En el retrato, el bufón, para hacer honor a su nombre, tiene a sus pies un arcabuz, un peto, un casco y unas bolas que podrían ser balas de cañón de pequeño calibre; su vestimenta es regia, empuña un bastón de mando y se cubre con un sombrero desmesuradamente grande, ligeramente torcido, rematado por un vistoso penacho. Estas prendas suntuosas no encubren la realidad, sino que la ponen de manifiesto: de inmediato se advierte un bigotazo ridículo y un ceño fruncido que, con unos siglos de antelación, le asemejan un poco a Nietzsche. El bufón ya no es joven. Tiene las manos recias; las piernas, en cambio, son delgadas e indican una complexión frágil. La cara es en extremo enjuta, los pómulos prominentes, la mirada esquiva, desconfiada. Para mayor burla, detrás del personaje, a un lado del cuadro, se entrevé una batalla naval o sus secuelas: un barco en llamas, una humareda negra. El auténtico don Juan de Austria había mandado la escuadra española en la batalla de Lepanto contra los turcos, la más grande gesta que conocieron los siglos, en palabras de Cervantes. La batalla del cuadro no queda clara: puede ser un fragmento de realidad, una alegoría, un remedo o un sueño del bufón. El efecto pretende ser satírico, pero al inglés se le nublan los ojos al contemplar una batalla descrita con una técnica que se adelanta a toda la pintura de su época y que utilizará Turner con el mismo fin.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Il Furore, efigie de Carlos V, bronce de Leone Leoni

Eduardo Mendoza en su Riña de gatos, Madrid 1936, a cuenta de su protagonista inglés, Anthony Whitelands, especialista en arte español, comenta una seire de obras de arte. Vamos viendo.
 

Indiferente a todo cuanto no sea el reencuentro con su añorado museo, Anthony se detiene un breve instante ante Il Furore, la efigie de Carlos V esculpida en bronce por Leone Leoni. El emperador, revestido de coraza romana, empuña una lanza mientras a sus pies, vencida y encadenada, la representación de la violencia salvaje yace sojuzgada, con la nariz aplastada contra el trasero del vencedor, que representa el orden y lo impone sobre la tierra, por orden divina y sin reparar en medios.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Representación del paraiso

La palabra paraíso viene del persa pari-daiza a través del griego paradeisos, un jardín rodeado por una muralla que lo protegía de los ardientes vientos del desierto. La imagen del Jardín del Edén o paraíso perdido del Génesis viene de ahí.


En el evangelio no se describe el paraíso, sino que se habla del reino de los cielos, que más que un lugar es una situación o un estado.


Es en el siglo III, con San Cipriano, cuando la felicidad aparece representada como un lugar, un jardín, el paraíso cristiano, donde se relaciona con "una tierra lujuriosa cuyos verdes campos se cubren de plantas nutricias y mantienen las flores perfumadas". Imagen que se representa en el mosaico de San Apolinar in Classe en Ravena, una amplia y verde pradera, con árboles majestuosos, hierba lata, flores, pájaros y ovejas.


También aparece como la ciudad ideal o la Jerusalén celeste, en el Apocalipsis, una ciudad protegida por altas murallas, que reposan sobre sólidos cimientos e iluminada por la gloria de Dios, como consuelo a los cristianos perseguidos.


Más tarde a finales del XV y en el XVI aparece como la corte celestial donde reina María, rodeada de ángeles cantores y músicos. Entonces, la felicidad en el paraíso era estar con Cristo, junto a María, en su corte y escuchar música encantadora.


En el barroco el cielo ocupa las bóvedas de las iglesias; la propia iglesia es el paraíso. Así, por ejemplo en la Asunción de la Virgen de Correggio en la bóveda de Parma.

Por fin, más modernamente, y desde la Reforma luterana, se busca el paraíso en el interior de uno mismo, llegando en algunos caso, como los jansenistas de Port Royal al desprecio del mundo.

martes, 7 de diciembre de 2010

Barber Shop, 1931

Edward Hopper, Barber Shop, 1931. Así lo ve Muñoz Molina.
Esta misma mañana, en el Whitney, he agradecido más la presencia de un banco porque me ha permitido mirar despacio un cuadro de Hopper que no recordaba haber visto nunca en la realidad, de gran formato, de colores luminosos, con una de esas composiciones suyas que dan una impresión de naturalidad o de azar y sin embargo están llenas de rarezas: Barber Shop, de 1931. Es un cuadro sin duda fotogénico, como diría Genovés, pero no creo que ninguna foto le haga justicia: una claridad de mediodía -es la una en el reloj de la pared- entra de la calle a través del gran ventanal del escaparate y deslumbra el blanco de las paredes y el de la chaqueta del barbero, y hace más limpio el verde del uniforme de su ayudante, la encargada de la manicura, que aprovecha una tregua de ocio para perderse en la lectura de una revista. Quizás lo más asombroso de todo es el espejo, en el que debería reflejarse la cara del cliente que está siendo atendido: pero el espejo es una mancha, una gasa de color traspasada por la luz, y la cara es un óvalo despojado de rasgos, una presencia tan ajena, tan hermética, como la del barbero que está casi de espaldas a nosotros o la ayudante que se inclina sobre la revista. Sombras azuladas dan forma a los volúmenes de las cosas, dividen diagonalmente el espacio: cada blanco tiene su propia tonalidad, su textura precisa, siempre muy austera.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Tiberio Graco y Numancia


Cuando Tiberio Sempronio Graco regresó de Numancia no fue bien recibido, es más, perdió toda posibilidad de adelantar en su carrera política, el cursus honorum romano. ¿Qué había ocurrido para que un joven tan bien emparentado, descendiente de tres grandes familias -los Cornelio, los Escipión, los Graco-, sufriese el mayor contratiempo que podía recibir un joven patricio, la de poder ser digno de sus antepasados, la de mostrarse valioso, la de renovar su fama?

Tiberio había acompañado a su primo Cornelio Escipión Emiliano a luchar contra los cartagineses en la batalla definitiva, que no fue otra que la destrucción de Cartago. Allí había destacado tanto -fue el primero es escalar la muralla de 18 metros que defendía la ciudad, que le concedieron el honor más grande que podía recibir un soldado- la corona mural de oro.


Acompañó a Emiliano en el desfile del triunfo por las calles de Roma, fue elegido para su primer cargo, cuestor, y volvió de nuevo a la pelea. Acompañó al cónsul Cayo Mancino a Hispania, en el 137 ac, para someter a las levantiscas tribus, entre ellas Numancia. Las cosas no fueron bien, Mancino perdió en todos los frentes frente a los numantinos. En una de las ocasiones fue atrapado con sus 20.000 soldados en un terreno abrupto. No le quedó más remedio que enviar a Tiberio a negociar un acuerdo de paz de igual a igual entre Roma y Numancia. Mancino juró por su honor defender el acuerdo, pero el Senado decidió lo contrario. Mancino fue juzgado y condenado. Fue desnudado, cargado de cadenas y conducido a Hispania para ser entregado a los numantinos. Estos no lo aceptaron y Mancino volvió a Roma lleno de vergüenza. También Tiberio había caído en desgracia y con ello deshonrada su familia. Aunque las familias de los 20.000 soldados que se salvaron con el tratado de paz lo aclamaron como un héroe y Tiberio volvió a la carrera política como tribuno de la plebe.

Tiberio, contra la opinión del senado, aprobó una ley, en la Asamblea Popular, donde votaba la plebe, para repartir las tierras de titularidad pública que habían sido ocupadas ilegalmente por los aristócratas, entre los que nada tenían. Los patricios no le perdonaron. Cuando se presentó por segunda vez como tribuno, cientos de senadores, acompañados por sus esclavos y asociados, le salieron al paso cuando se dirigía al capitolio y a bastonazos, palos y pedradas acabaron con él y con trescientos de sus seguidores. Años después su hermano Cayo correría una suerte parecida.


El senado nombró de nuevo cónsul a Escipión Emilano, el destructor de Cartado, y lo envió a Hispania. En el 134 ac, durante once meses, sometió a Numancia a un asedio salvaje. La ciudad se fue extinguiendo por hambre, algunos decidieron suicidarse, el final también, como en Cartago, fue el fuego y la total destrucción. Los pocos supervivientes fueron vendidos como esclavos.

viernes, 25 de junio de 2010

Duelo por la República Española

Este artículo de Santos Juliá, necesario para poner en limpio la peligrosa operación de quienes quieren que la República y la Guerra Civil dejen de ser historia y vuelvan al primer plano de la actualidad política y con ellas la confrontación.
En la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, Manuel Azaña y su amigo y abogado Ángel Ossorio mantuvieron una larga y dramática conversación en el Palacio Nacional. Habían llegado a Palacio las noticias de las atrocidades cometidas por milicianos en el asalto a la cárcel Modelo de Madrid, donde fueron abatidos o fusilados varias decenas de presos, entre otros Melquíades Álvarez, antiguo jefe político de Azaña en el Partido Reformista. Azaña no puede soportar el duelo inmenso por la República, la insondable tristeza que le produce la matanza y siente veleidades de dimisión. Ossorio, que ha sido llamado por Cipriano de Rivas, cuñado del presidente, intenta tranquilizarlo recurriendo a un argumento que irrita a su amigo, pero que acaba por calmar su ansiedad: las muertes de aquellas personas, muchas de ellas encarceladas con el único propósito de garantizar su seguridad, entraban en la "lógica de la historia".
Esa conversación, que Azaña reproducirá en su diario y en La velada en Benicarló, condensa como ninguna otra el drama político y de conciencia vivido por un puñado de republicanos -y por algunos socialistas- ante la enormidad de los crímenes cometidos en los territorios que habían quedado bajo autoridad nominal del Gobierno legítimo. Lo vivían, ese drama, quienes, sabiendo de los crímenes y sintiendo repugnancia por tanta sangre derramada, decidieron mantenerse leales a la República. No se lo plantearon los que mataban, que consideraban la muerte de los representantes del viejo orden social como una exigencia de la revolución; tampoco quienes, sin matar, los justificaban por alguna necesidad histórica o porque antes de la revolución fue la rebelión, como el católico y jurista Ossorio; ni, en fin, quienes apoyándose en su comisión se apresuraron a poner tierra por medio para refugiarse en una tercera España que se pretendía neutral y se constituía, en París, como reserva de futuro.
De modo que el debate sobre la naturaleza y alcance de los crímenes cometidos en territorio de la República como consecuencia inmediata de la rebelión militar es tan viejo como aquellas semanas de julio y ha suscitado no solo apasionados enfrentamientos, sino grandes obras literarias, como el paseo por Madrid del profesor particular de filosofía Hamlet García, un álter ego de Paulino Masip; o la atormentada angustia de un joven juez durante los Días de llamas, de Juan Iturralde; o los cortos, magistrales, relatos de Manuel Chaves Nogales. Tal vez si nos situáramos en esa larga y honda corriente y abandonáramos la vana pretensión de decir algo grande y definitivo -esa "puñetera verdad" a la que se refiere Javier Cercas- que no se haya dicho ya mil veces sobre nuestro horrible pasado, evocaríamos los crímenes entonces cometidos en zona republicana como una tragedia por la que todos tendríamos que hacer duelo. Porque el duelo del que hablaba Azaña obedecía a la evidencia -insoportable para quienes esperaron algún día que la República significara el amanecer de un nuevo tiempo-, de que esas matanzas nada tenían que ver con su defensa ni con los valores por ella representados, sino con el comienzo de una revolución social que, entre otras catástrofes como acelerar la derrota, significaría, de triunfar, el fin de la misma República. Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se reducen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.
De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista violenta de poder político y social- solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su camino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego, desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al menos se controlaron las matanzas.
Solo ahí comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros. La diferencia consiste en que, a pesar de su rearme, la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política: en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva, como en las primeras semanas de la revolución. Los rebeldes, sin embargo, cada vez que ocupaban un pueblo, una ciudad, proseguían la implacable y metódica política de limpieza valiéndose de la maquinaria burocrático-militar de los consejos de guerra. Eso fue lo que cavó un abismo entre la rebelión triunfante y la República derrotada, un abismo en el que sucumbieron otros 50.000 españoles fusilados tras inicuos consejos de guerra una vez la guerra terminó.
Uno de los vencedores, Dionisio Ridruejo, definió hace ya varias décadas la política de limpieza realizada por su propio bando como una operación perfecta de extirpación de las fuerzas políticas que habían patrocinado y sostenido la República y representaban corrientes sociales avanzadas o movimientos de opinión democrática y liberal. Una represión, escribía Ridruejo, dirigida a establecer por tiempo indefinido la discriminación entre vencedores y vencidos. ¿Cómo se podía derribar esa barrera divisoria, cómo se podía iniciar un proceso que clausurara esa discriminación? La historia se ha contado ya mil veces: no existía posibilidad de reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático si gentes procedentes de los dos lados de la barrera no establecían una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una misma mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro.
Y eso empezó a ocurrir, en España y en el exilio, desde los contactos de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas y del PSOE con la Confederación Monárquica al final de la II Guerra Mundial, y siguió con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el coloquio de Múnich de 1962, con las reuniones de las comisiones obreras -entonces todavía con artículo y minúsculas- y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y las Juntas Democráticas de los setenta. En todos estos encuentros se trataba de mirar al futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro.
Esta visión, y las consecuencias políticas de ella resultantes, es lo que está a punto de ser arrojada al basurero de la historia con la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco. Denostada hoy como mito y mentira, la Transición fue el resultado de una larga historia española iniciada por un sector de quienes fueron jóvenes en la guerra y continuada por un puñado de quienes fueron niños en la posguerra. No es una historia de miedo ni de aversión al riesgo; consistió más bien en mirar adelante, recusando la herencia recibida, y no a los lados, desde donde no se esperaba ningún impulso democratizador. Esas gentes construyeron una democracia -imperfecta, deficitaria, como todas- sobre una experiencia política de diálogo y reconciliación en la que nadie pretendió defender las razones que pudieran haber asistido a sus padres cuando empuñaron las armas. Si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida.

martes, 27 de abril de 2010

A l'estiu del 1936 es van executar 6.000 persones a la rereguarda republicana

Miquel Mir, historiador:
"de juliol a setembre del 36
es van executar 6.000 persones"

L'historiador Miquel Mir publica El preu de la traïció (Pòrtic) sobre l'assassinat de més de 170 maristes a Barcelona durant la Guerra Civil. En aquesta entrevista explica com a l'estiu del 36 van executar 6.000 persones a la rereguarda republicana, 40 cadàvers per dia. La Generalitat n'estava al corrent.

La FAI, com explica al seu llibre, va arribar a un acord amb la Congregació Marista per perdonar la vida dels maristes amagats a tot Catalunya a canvi de 200.000 francs francesos, però al final van trencar el tracte. "A Tarradellas -afegeix- se li'n va anar de les mans aquest assassinat". "Dos dies després de l'execució de 46 d'ells li van preguntar sobre el tema i només va respondre: sense novetat a Barcelona".

Només al cementiri de Montcada i Reixac es van trobar, després de la Guerra 1.100 cossos i al de Cerdanyol 300, però molts els van fer desaparèixer a la fàbrica de ciment de Montacada. "Els tornaven a carregar al camió i els portaven a la cimentera", explica.

domingo, 25 de abril de 2010

Enterrar a los muertos, Joaquín Leguina

Joaquín Leguina escribe un artículo necesario. Enterrar a los muertos.
El escaso desarrollo de la Ley de Memoria Histórica y el procesamiento contra el juez Garzón dividen a la sociedad española. Pero no hay que dejarse confundir por ideas sectarias y maniqueas.
Todo ser humano -héroe o villano, decente o criminal- tiene derecho al duelo por parte de aquellos que lo amaron en vida. Y ese duelo exige la presencia del cadáver con el fin de poder enterrar dignamente los restos del difunto.
Esa demanda, la del duelo, se transmite de padres a hijos. Así se constata en el caso de las fosas dejadas en campos y cunetas por la represión franquista. Han sido los nietos de los muertos quienes han reclamado -y reclaman- un entierro decente para sus abuelos. Este era -a mi juicio- el principal objetivo de la Ley de Memoria Histórica. Pero ¿qué ha hecho el Gobierno para cumplir esta ley desde que se aprobó? Si hemos de atender a lo que dicen los parientes de los muertos, el Gobierno ha hecho muy poco. Quizá por eso algunos deudos fueron a llamar a la puerta de Baltasar Garzón, quien, creyéndose competente para el caso, acabó por meterse en un lío de incierto destino.
Mas, sea como sea, este barullo judicial ha servido para colar algunos mensajes de muy dudosa calidad.

Mensaje nº 1: La Ley de Amnistía -como toda la Transición- fue hecha bajo presión, debido al miedo que producía el ruido de sables. Más que amnistía fue amnesia lo que se impuso.

Esto es falso y además encierra una calumnia contra quienes se pusieron de acuerdo en traer la democracia a España y para ello prepararon una Constitución consensuada. No fueron cobardes, sino generosos.
El proceso necesitaba de la previa reconciliación, por eso -y sólo para eso- se votó la Ley de Amnistía, cuya vigencia se pretende ahora negar echando mano de las normas del Derecho Penal internacional que declaran imprescriptibles los crímenes contra la Humanidad. Normas éstas que, según los especialistas consultados, no invalidan en nada la Ley de Amnistía de 1977.
En efecto, el único texto vinculante en materia de crímenes contra la Humanidad está en el convenio que se elaboró y aprobó en el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas (Resolución 2391 -XXIII- de 26 de noviembre de 1968), que no contiene codificación alguna de normas de Derecho Internacional. Es un tratado-ley que sólo obliga a los Estados ratificantes, que han sido apenas una cincuentena, entre los que no está España ni Estados Unidos ni países importantes de la Unión Europea. Por lo tanto, la ley española de amnistía no se opuso a ninguna otra norma de origen internacional que la contradijese.
Por otro lado, el tratado por el que se instituyó el Estatuto de la Corte Penal Internacional establece en su artículo 11 que esa Corte sólo tendrá competencia respecto de crímenes cometidos después de su entrada en vigor, lo cual deja fuera los crímenes del franquismo y también, por cierto, aquellos que pudieran haber cometido -permitido- las autoridades republicanas.
En cualquier caso, ha quedado bien claro que en los dos bandos se practicó una enfurecida "limpieza étnica".
Y aquí llega el segundo mensaje perverso:

Mensaje nº 2: Los asesinados en la retaguardia republicana ya fueron "honrados" y sus victimarios perseguidos por el franquismo. Los únicos que ahora deben ser "honrados" -y sus asesinos juzgados- son los represaliados por el franquismo.

Lo que se consigue con un mensaje tan sectario es perpetuar la división. Precisamente todo lo contrario de lo que una persona bien nacida debiera desear. En efecto, lo que se debiera hacer es precisamente lo contrario, es decir, ampliar el mutuo perdón y hacer que todos los muertos -todos- sean también de todos. Que quienes cayeron bajo la represión en la retaguardia republicana no por cometer algún delito sino por ser (ser cura, ser militar, ser noble, ser rico, ser de derechas...) sean reivindicados por las gentes de la izquierda, y los asesinados por los franquistas sin haber cometido delito alguno, simplemente, ellos también, por ser (ser sindicalista, ser republicano, ser socialista, ser comunista...) deben ser reivindicados por las gentes de la derecha. ¿Con qué fin? Simplemente, para poder decir todos juntos: ¡Nunca más!

Mensaje nº 3: Todos los represaliados por el franquismo son héroes de la democracia y de la libertad.

Los ganadores de la guerra civil sostuvieron durante los años de la dictadura que "sus" muertos (1936-1939) en el frente o bajo la represión en los territorios fieles al Gobierno republicano eran "mártires de la Cruzada", afirmación que está tan lejos de la verdad como cerca de la propaganda.
Ahora, con parecido entusiasmo, se pretende que todos los enemigos del franquismo que fueron represaliados durante aquella interminable dictadura fueron "héroes de la Democracia".
Esta es, también, una afirmación sectaria, y por eso debe ser negada. Lo haré a continuación, a sabiendas del riesgo que corro con ello.
Vivir durante la guerra en la retaguardia republicana -nadie que se haya ocupado de ese asunto lo negará- representó para mucha gente un auténtico infierno de persecución y de muerte. Bastaría la lectura de la gran novela de Juan Iturralde, Días de llamas, para ilustrarlo. Y esa novela me lleva a un personaje -ligado a la UGT y al PSOE- que resultó ser un individuo siniestro: Agapito García Atadell, quien se hizo famoso en Madrid al inicio de la guerra civil como jefe de una de las Brigadas del Amanecer que operaban en la capital (también los de la FAI fueron maestros en "represión revolucionaria" y montaron, por ejemplo, una checa en el Cine Europa de la calle Bravo Murillo desde donde salían a dar paseos nocturnos y a llenar de cadáveres la Dehesa de la Villa). Estas pandillas -muy contentas de exhibirse armadas por la retaguardia y de no pisar el frente- aparecían de madrugada en los domicilios de la gente "de derechas" para dar el paseo a sus moradores y, de paso, "requisar" en su propio beneficio los bienes que encontraban en los registros de aquella casas.
Según se cuenta, Indalecio Prieto -que era ministro de la Guerra- dio la orden de detener al "compañero" García Atadell y a su cuadrilla, pero, quizá alertado, Atadell arrambló con todo lo que pudo y se fue a Marsella, desde donde tomó un barco con destino a Buenos Aires. Pero el buque hizo escala en Canarias y los franquistas (quizá avisados desde la zona republicana) lo sacaron del navío y lo tomaron preso.
Sabemos a través de Koestler (autor de El cero y el infinito), entonces encarcelado por los franquistas en Sevilla, que García Atadell estuvo en aquella cárcel y allí le dieron garrote. Probablemente, sus restos reposen en alguna fosa común de algún cementerio sevillano y ahora podrían ser exhumados... ¿Con honores?
¿Por qué no aceptamos la verdad de una puñetera vez? La inmensa mayoría de la derecha española renegó de la democracia durante la República y, desde luego, durante la guerra... Pero es que la izquierda, en gran parte, hizo lo mismo, tomando la deriva "revolucionaria". En cualquier caso, una guerra civil no es el mejor momento para la defensa de los derechos civiles ni para la discusión civilizada... "Es la hora de los hornos y no se ha de ver sino su luz", ¿recuerdan?
En fin, que entre tanto ruido se ha impuesto, al fin, una consigna según la cual "el PP se niega a reconocer la sangrante realidad de las fosas" (sic). Se llega así al último mensaje. Éste ya en clave electoral.

Mensaje nº 4: La derecha española es heredera y añorante del franquismo.

¿O sea, que casi la mitad de los votantes españoles prefieren el franquismo? No sé si los ideólogos que sostienen tal mensaje y tal barbaridad, son conscientes del disparate que perpetran con este tipo de propaganda sectaria.
Mas debo decir, para concluir, que somos muchos los que -hartos de simplificaciones- nos negamos a que la izquierda se reduzca a ser la mera expresión de una aversión, la aversión a una derecha a la que visten de maniqueo sin ningún rigor intelectual.
Joaquín Leguina es economista.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El strappo de los Stefanoni


El arquitecto del Palau de la Música o del Hospital de Sant Pau de Barcelona Lluís Domènech i Montaner recorrió en 1904 el Pirineo y lo fotografió, dibujando las pinturas, los capiteles, las plantas que iba encontrando, recogiendo material para escribir un libro sobre el estilo románico catalán. De ese modo dió valor a las pinturas del ábside de Sant Climent de Taüll, el frontal de Mosoll, las pinturas de Santa Maria d'Aneu o de Sant Pere de Burgal.

En 1919, el marchante Gabriel Dereppe y el anticuario Ignasi Pollack, estadounidenses, vieron en esas obras románicas la oportunidad de un buen negocio si las vendían a los museos americanos. Así que contrataron a los Stefanoni, una saga de restauradores que habían aprendido de su maestro, el conservador Secco Suardo, el strappo, tirón en italiano, la técnica de arrancar pinturas de ábsides y murales.
Se cubría el fresco con una tela, pegada con cola orgánica de cartílago, que al secarse permitía arrancar la película pictórica, como si de un negativo se tratara, y enrollarla. Así trasladada, en el lugar de destino se le aplicaba otra tela en el dorso y se colocaba en un nuevo soporte, lista para ser contemplada de nuevo en un lugar ajeno a la devoción que la había creado.


El fotógrafo de la expedición,Vidal Ventura, dio el aviso de que habían comprado el ábside de la iglesia de Santa María de Mur para venderlo al Museo de Bellas Artes de Boston, donde se sigue exhibiendo. La Junta de Museos encargó a los mismos Stefanoni que arrancasen los frescos para llevarlos al Palacio de la Ciudadela de Barcelona, sede del Museo de Arte y Arqueología. Durante tres años los italianos recorrieron las iglesias del Pirineo con la ayuda de la documentación recopilada por el arquitecto Lluís Doménech i Montaner, y arrancaron 300 metros cuadrados de pinturas a 500 pesetas el metro, según el contrato que aún se conserva. Gracias a esa reacción se pueden ver hoy en el MNAC los ábsides de San Climent o Santa María de Taüll, de San Joan de Boí o Santa Maria de Aneu.


martes, 26 de enero de 2010

Los hallazgos científico del año, según 'Science'


La revista Science establece los hitos científicos de cada año. Estos son los del 2009.
1. Ardi es el ejemplar más completo encontrado del antepasado más antiguo de los seres humanos, el Ardipithecus ramidus. Ardi, una hembra que medía 120 centímetros, pesaba unos 50 kilogramos y vivió en la región de Afar en Etiopía hace 4,4 millones de años. Se añade al primer esqueleto de neandertal, el niño Taung de Sudáfrica, y la famosa Lucy, de 3,2, millones de años. No todos los paleoantropólogos están seguros de que fuera un ancestro humano, o incluso un homínido, la familia que incluye a los humanos y nuestros antepasados pero no a los antepasados de otros primates actuales.

2. Púlsares: El telescopio espacial Fermi, de la NASA, ha permitido encontrar 16 nuevos objetos celestes que rotan rápidamente y aparecen como faros en el cielo. La novedad es que se descubren a través de sus emisiones de rayos gamma.

3. Receptores ABA: Ya se conoce la estructura de la hormona de la sequía en las plantas y este año se ha avanzado mucho en su conocimiento. Estudios como el publicado en la revista Nature en el que participan científicos españoles,, indican nuevos caminos para aumentar la resistencia de las plantas a la falta de agua.

4. Monopolos: En un golpe de efecto experimental, los físicos que trabajan con unos extraños materiales cristalinos llamanos hielos de espín crearon perturbaciones magnéticas que se comportan como los monopolos magnéticos, partículas nunca detectadas.

5. Grafeno: Las propiedades de las láminas de un átomo de carbono de espesor están siendo estudiadas y dando lugar a dispositivos electrónicos experimentales.

6. Láser de rayos X: El laboratorio SLAC puso en marcha el primer láser de rayos X, una herramienta con multitud de aplicaciones.

7. Terapia génica: Investigadores de Europa y de Estados Unidos han progresado en el tratamiento de una enfermedad neurológica sin curación, de la ceguera congénita y de una enfermedad inmunitaria grave con estrategias de terapia génica.

8. Rapamicina: La modificación de una ruta metabólica clave da lugar a que los ratones vivan más. El descubrimiento fue especialmente notable porque el tratamiento no empezó hasta que los ratones eran adultos.

9. Reparación del Hubble: La misión de mantenimiento del telescopio espacial con el transbordador en mayo mejoró la visión del Hubble y alargó su vida útil.

10 . Agua en la Luna: Sensores en la nave LCROSS detectaron vapor y hielo de agua en los restos del impacto de otro vehículo en un cráter en permanente oscuridad en la Luna.

Además, la predicción de Science sobre los temas científicos candentes en 2010 incluyen el metabolismo de las células cancerosas, el Espectrómetro Magnético Alfa, la secuenciación del exoma y su repercusión médica, las células madre pluripotentes inducidas para enfermedades neuro-siquiátricas, y el futuro de los vuelos espaciales tripulados. Como virus del año, se elige, previsiblemente, el de la nueva gripe, el N1H1, respecto al cual se concluye que pasará probablemente a la historia más por haber causado confusión que por haber sido catastrófico.