jueves, 26 de noviembre de 2009

Luis Meléndez (1715-1780)

Félix de Azúa analiza los bodegones de Luis Meléndez (1715-1780) en Una mirada desafiante.


El autorretrato de Meléndez se conserva en el Louvre. He aquí al joven pintor de 30 años (data de 1746), un guapo mozo aceitunado, vestido con elegancia contenida, jubón de raso oliváceo, cascada de chorreras blanquísimas en la camisa, cinta de seda azul y lazo recogiendo el moñete. No obstante, lo que impresiona es la insolencia de la mirada.


El primer misterio es el de la naturaleza muerta misma, esas composiciones con quesos, frutas, panes o conejos. ¿Qué llevó a Velázquez, Zurbarán, Sánchez Cotán, a dar tamaña importancia a un asunto sin nobleza? Estos bodegones no tienen la menor relación con los flamencos, en los cuales se exhibe la abundancia, la riqueza, el lujo y el furor vital de unas provincias enormemente poderosas durante el Seiscientos. La humildad de la naturaleza muerta española ha producido más poesía que ciencia, y sin embargo su misterio es acuciante. Heidegger quiso impregnar de sentido las pobres botas de Van Gogh, dos destrozados pedazos de cuero que encarnaban la vida entera de trabajo y dolor de su dueño, como si en la pintura de objetos cotidianos pudiera leerse nuestro destino. Pero el bodegón español es todo lo contrario. No hay aquí patetismo, ni simbología, ni trascendencia, ni siquiera (aunque lo defienda Bryson) un documento de la vida material. Yo creo que este género es el más misterioso que ha dado un arte ya casi extinguido.


No hay realidad alguna que se parezca a estas maclas de objetos prístinos, de iluminación sobrenatural, visibles hasta extremos que ni un ojo mecánico puede alcanzar. Sería una realidad visible a ojos angélicos o diabólicos, pero no humanos. Esta "realidad" es tan irreal como la de Mondrian. En cualquiera de los bodegones de Meléndez se constata de inmediato que son el fruto de una obsesión. Están pintados a la altura de los ojos desde una distancia inverosímil, como si el pintor hubiera metido la nariz entre uvas y quesos. Al parecer, Meléndez no componía sus bodegones, sino que pintaba uno a uno los objetos y los iba añadiendo y disponiendo sobre el lienzo según avanzaba (Hirschaner & Metzger). Meléndez se sitúa a pocos centímetros de una calabaza sometida a luz intensísima que aún no sabemos cómo instalaba. Tras escrutarla como un miope, pinta hasta la menor arruga del epitelio. Luego hace lo mismo con un pan de corteza arcillosa. Y así, sucesivamente hasta acomodar, al final, un mantel de soporte. Con el añadido de que el tamaño, como es lógico, no es el natural.


Logró enemistarse con todos sus protectores, porque no obtuvo jamás los encargos de prestigio que su talento merecía y que otros pintores mucho más mediocres consiguieron con suma facilidad. Se han perdido los escasos trabajos de envergadura que le proporcionó el rey Carlos durante una breve estancia en Nápoles (1748-1752), pero ya nunca volvió a conocer el favor real. Así que se vio condenado a pintar naturalezas muertas, género considerado de la más baja estofa por la jerarquía artística, pero que se vendía bien.

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