Las recoge y comenta Laurent Binet en su extraordinario HHhH:
28 de
septiembre de 1938, tres días antes de los acuerdos. El mundo contiene el
aliento. Hitler está más amenazante que nunca. Los checos saben que si
abandonan a los alemanes la barrera natural que constituye para ellos la región
de los Sudetes, se pueden dar por muertos. Chamberlain declara: «¿No es
espantoso, fantástico, inaudito, que todos estemos cavando trincheras por culpa
de una disputa surgida en un país lejano, entre gente de la que no sabemos nada?»
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Saint-John
Perse pertenece a esa familia de escritores-diplomáticos, como Claudel o
Giraudoux, que me asquea como la sarna. acompaña a Daladier a Múnich en calidad
de secretario general del Quai d’Orsay.
A las puertas de su hotel en Múnich, un periodista le
interroga:
—Pero, dígame, señor embajador, ese
acuerdo es por lo menos un alivio, ¿no?
Silencio. Luego el secretario del
Quai d’Orsay suspira:
—Por supuesto, un alivio, sí... ¡como
cuando uno se lo hace encima de sus pantalones!
Esta revelación tardía forrada de un
eufemismo no basta para reparar su infame actitud. Saint-John Perse se ha
portado como un gran mierda. Seguro que él habría dicho, con su preciosismo
ridículo de diplomático envarado, «un excremento».
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En el Times, sobre Chamberlain: «Jamás ningún conquistador, después
de una victoria obtenida en un campo de batalla, había vuelto tan adornado de
los más nobles laureles.»
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Chamberlain
en el balcón, en Londres: «Mis queridos amigos —dice—, por segunda vez en
nuestra historia hemos traído de nuevo la paz honorable desde Alemania a
Downing Street. Creo que esta vez la paz durará toda la vida.»
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Krofta,
ministro de Asuntos Exteriores checo: «Se nos ha impuesto esta situación; ahora
nos toca a nosotros; mañana será a otros.»
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Daladier,
al descender del avión, aclamado por la muchedumbre: «¡Ah, esos gilipollas!
¡Esos gilipollas ya están advertidos!...»
Algunos dudan de que haya
pronunciado alguna vez esas palabras, de que tuviera esa lucidez y ese residuo
de lustre. Parece que fue Sartre quien propagó la cita apócrifa, en su novela La prórroga.
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En
todos los casos, las frases de Churchill en la Cámara de los comunes son
las que demuestran mayor clarividencia, y, como siempre, más grandeza:
«Hemos
sufrido una derrota total y absoluta.»
(Churchill
debe interrumpirse durante largos minutos hasta que cesan los silbidos y los
gritos de protesta.)
«Estamos
en medio de una catástrofe de enormes proporciones. El camino de la
desembocadura del Danubio, el camino del mar Negro, está abierto. Uno tras
otro, todos los países de Europa central y de la cuenca del Danubio se verán
arrastrados por el vasto sistema de la política nazi emanada desde Berlín. Y no
vayáis a creer que ése será el final, no, ése no es más que el principio...»
Poco
tiempo después, Churchill hace una síntesis al pronunciar su quiasmo inmortal:
«Teníais que escoger entre la guerra y el deshonor. Habéis escogido el
deshonor. Tendréis la guerra.»
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«Suena y suena la
campana de la traición.
¿De quién son esas manos que la han tocado?
De la dulce Francia, de la fiera Albión,
y a las dos las hemos amado.»
(František
Halas)
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En 1946, en
Núremberg, el representante de Checoslovaquia preguntará a Keitel, jefe
del Estado Mayor alemán: «Si las potencias occidentales hubieran apoyado a
Praga, ¿el Reich habría atacado Checoslovaquia en 1938?» A lo que Keitel
responderá: «Ciertamente que no. A nivel militar, no éramos tan fuertes.»
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