Esta misma mañana, en el Whitney, he agradecido más la presencia de un banco porque me ha permitido mirar despacio un cuadro de Hopper que no recordaba haber visto nunca en la realidad, de gran formato, de colores luminosos, con una de esas composiciones suyas que dan una impresión de naturalidad o de azar y sin embargo están llenas de rarezas: Barber Shop, de 1931. Es un cuadro sin duda fotogénico, como diría Genovés, pero no creo que ninguna foto le haga justicia: una claridad de mediodía -es la una en el reloj de la pared- entra de la calle a través del gran ventanal del escaparate y deslumbra el blanco de las paredes y el de la chaqueta del barbero, y hace más limpio el verde del uniforme de su ayudante, la encargada de la manicura, que aprovecha una tregua de ocio para perderse en la lectura de una revista. Quizás lo más asombroso de todo es el espejo, en el que debería reflejarse la cara del cliente que está siendo atendido: pero el espejo es una mancha, una gasa de color traspasada por la luz, y la cara es un óvalo despojado de rasgos, una presencia tan ajena, tan hermética, como la del barbero que está casi de espaldas a nosotros o la ayudante que se inclina sobre la revista. Sombras azuladas dan forma a los volúmenes de las cosas, dividen diagonalmente el espacio: cada blanco tiene su propia tonalidad, su textura precisa, siempre muy austera.
martes, 7 de diciembre de 2010
Barber Shop, 1931
Edward Hopper, Barber Shop, 1931. Así lo ve Muñoz Molina.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario