martes, 21 de diciembre de 2010

Don Juan de Austria, de Velázquez

Eduardo Mendoza, Riña de gatos, Madrid, 1936:


Anthony Whitelands no viene con intención de escribir nada, sino como un peregrino que acude al lugar donde se honra al santo, a implorar su protección. Con este vago sentimiento, se detiene delante de un cuadro, busca la distancia adecuada, se limpia las gafas y lo mira inmóvil, casi sin respirar.

   Velázquez pintó el retrato de Don Juan de Austria a la misma edad que ahora tiene el inglés que lo contempla sobrecogido. En su día formaba parte de una colección de bufones y enanos destinada a adornar las estancias reales. Que alguien pudiera encargar a un gran artista los retratos de estos seres patéticos para luego convertir los cuadros en objeto preeminente de decoración puede resultar chocante en la actualidad, pero no debía de serlo entonces y, en definitiva, lo importante es que el extraño capricho del Rey dio origen a estas obras tremendas.
 


   A diferencia de sus compañeros de colección, el individuo apodado Don Juan de Austria no tenía empleo fijo en la corte. Era un bufón a tiempo parcial, contratado ocasionalmente para suplir una ausencia temporal o para reforzar la plantilla de enfermos, idiotas y dementes que divertían al Rey y a sus acompañantes. Los archivos no conservan su nombre, sólo su mote extravagante. Equipararlo al más grande militar de los ejércitos imperiales e hijo natural de Carlos V debía de formar parte del chiste. En el retrato, el bufón, para hacer honor a su nombre, tiene a sus pies un arcabuz, un peto, un casco y unas bolas que podrían ser balas de cañón de pequeño calibre; su vestimenta es regia, empuña un bastón de mando y se cubre con un sombrero desmesuradamente grande, ligeramente torcido, rematado por un vistoso penacho. Estas prendas suntuosas no encubren la realidad, sino que la ponen de manifiesto: de inmediato se advierte un bigotazo ridículo y un ceño fruncido que, con unos siglos de antelación, le asemejan un poco a Nietzsche. El bufón ya no es joven. Tiene las manos recias; las piernas, en cambio, son delgadas e indican una complexión frágil. La cara es en extremo enjuta, los pómulos prominentes, la mirada esquiva, desconfiada. Para mayor burla, detrás del personaje, a un lado del cuadro, se entrevé una batalla naval o sus secuelas: un barco en llamas, una humareda negra. El auténtico don Juan de Austria había mandado la escuadra española en la batalla de Lepanto contra los turcos, la más grande gesta que conocieron los siglos, en palabras de Cervantes. La batalla del cuadro no queda clara: puede ser un fragmento de realidad, una alegoría, un remedo o un sueño del bufón. El efecto pretende ser satírico, pero al inglés se le nublan los ojos al contemplar una batalla descrita con una técnica que se adelanta a toda la pintura de su época y que utilizará Turner con el mismo fin.

2 comentarios:

  1. He tenido la misma idea que tú y me he dispuesto a realizar un archivo con las imágenes de las obras, que tan magistralmente integra Eduardo Mendoza en su libro, te has adelantado y me has ahorrado trabajo. Gracias. Me servirán para la clase de Historia del Arte de 2º de bachillerato y el Plan de lectura del Centro.

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  2. Ha sido un verdadero placer descubrir esta obra de Velásquez a través de la descripción que hace Eduardo Mendoza en su libro "Riña de gatos"... Conozco algo de la obra de Turner y efectivamente parece que Velásquez era el precursor del metodo utilizado por Turner al pintar la batalla naval
    Antony

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