lunes, 27 de diciembre de 2010

Retrato de Felipe IV de Velázquez

El retrato de Felipe IV de Velázquez en Riña de Gatos, 1936, de Eduardo Mendoza


El rótulo dice: Retrato de Felipe TV en castaño y plata; para los entendidos, Silver Philip. El retrato muestra a un hombre joven, de rasgos nobles pero no agraciados, la cara enmarcada en largos bucles dorados, la mirada vigilante y preocupada de quien se esfuerza por mostrar grandeza cuando lo que siente es miedo. El destino ha puesto una pesada carga sobre unas espaldas débiles e inexpertas. Felipe IV viste jubón y calzones de color marrón con profusos bordados en plata. De ahí el nombre y el sobrenombre con que se conoce la obra. Una mano enguantada reposa con gesto gallardo en el pomo de la espada; en la otra sostiene un papel plegado en el que figura el nombre del retratista: Diego de Silva. Velázquez había llegado en 1622 a Madrid en la estela de su compatriota el conde duque de Olivares, un año después de la ascensión al trono de Felipe IV. Velázquez tenía veinticuatro años, seis más que el Rey, y poseía una técnica pictórica apreciable, pero todavía con resabios provincianos. Al ver las obras del aspirante a pintor de corte, Felipe IV, que era lerdo para asuntos de Estado pero no para el arte, se dio cuenta de que estaba delante de un genio y, sin hacer caso de la oposición de los expertos, decidió confiar su imagen y la de su familia a aquel joven indolente y audaz, de insultante modernidad. Al hacerlo entró en la Historia por la puerta grande. Tal vez entre los dos hombres hubo un trato regido únicamente por la etiqueta palaciega. Pero en el intrincado mundo de las intrigas cortesanas, nunca flaqueó el apoyo del Rey a su pintor favorito. Ambos compartieron décadas de soledad, de destinos cruzados. Los dioses habían concedido a Felipe IV todo el poder imaginable, pero a él sólo le interesaba el arte. Velázquez había recibido el don de ser uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, pero él sólo anhelaba un poco de poder. Al final los dos vieron realizados sus deseos. 

Felipe IV dejó a su muerte un país arruinado, un Imperio en descomposición y un heredero enfermo predestinado a liquidar la dinastía de los Habsburgo, pero legó a España la más extraordinaria pinacoteca del mundo. Velázquez subordinó el arte a su afán por medrar en la corte sin más credenciales que su talento. Pintó poco y a desgana, para obedecer y complacer al Rey, sin más finalidad que merecer el ascenso social. Al final de su vida obtuvo el ansiado blasón.

En la misma sala, en el mismo paño de pared, a pocos metros del magnífico cuadro, hay otro retrato de Felipe IV, también de Velázquez. Entre uno y otro median treinta años. El primer cuadro mide casi dos metros de alto por uno y pico de ancho y representa al monarca de cuerpo entero; el segundo mide apenas medio metro de lado y sólo representa la cabeza sobre fondo negro, el jubón, apenas esbozado. Naturalmente, las facciones son las mismas en ambos cuadros, pero en éste la tez es pálida y mate, hay una cierta flaccidez en las mejillas y la papada, y bolsas bajo unos ojos tristes, de mirada apagada.

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